(...) El arribo del verano se acompañaba con cuadros patológicos típicos de esa época del año, de los cuales el más importante era la diarrea infantil, grave en los lactantes. Concurrían al consultorio con gran deshidratación, a veces casi moribundos, con los ojos hundidos, la piel reseca llena de arrugas, la mucosa bucal y la lengua de un color rojizo por falta de humedad y el vientre distendido. Los más atacados tomaban un color terroso azulado muy característico, acompañado de un sopor, que era fácil advertir, pues apenas respondían a estímulos físicos. Era costumbre alimentar a los lactantes con leche de vaca y un agregado de harina, mezcla de difícil digestión, Si además recordamos las condiciones del agua, contaminada en la mayoría de los casos pues los pozos ciegos estaban cerca de bombas y molinos, y el hábitat proporcionado por los ranchos, fácil es explicar la cantidad de enfermitos que me tocaba atender. La diarrea estival es casi sinónimo de pobreza; los casos más graves llegaban de esos ranchos que en el verano se transformaban en estufas de laboratorio, donde en cuerpitos indefensos y mal alimentados, se producía un verdadero cultivo de gérmenes. A veces los niños iban envueltos y arropados, pues se creía que al tener temperatura se los debía proteger contra posibles enfriamientos, lo cual agravaba aún más la pérdida de líquido por la transpiración, ensombreciendo el pronóstico. En general llegaban a la consulta tardíamente; cuanto más distantes del pueblo más grave estaba el niño.
- Pero mi doctor, estaba bastante bien - respondían a la recriminación por la tardanza.
A veces tenían razón porque el cuadro de acidosis se precipitaba en pocas horas. Con los conocimientos adquiridos mientras cursaba Pediatría en el viejo Hospital de Niños de La Plata - instituto ejemplar al que tanto debe mi ciudad y su zona circunvecina por el cuidado de la niñez - decidí encarar el problema de raíz: no era suficiente atender al niño correctamente, era necesario instruir a las madres. Así, les explicaba que la leche con harina era engrudo y que lo correcto era preparar agua de arroz o de avena - los clásicos cocimientos de cereales - y mezclarla con la leche, al principio mitad y mitad y luego dos partes de leche y una de cocimiento. Parece sencillo, pero para comprender mi lucha hay que ubicarse en la zona que el destino me había demarcado. A las que sabían leer las instruía por escrito, aclarando las proporciones según la edad del lactante; a las demás les efectuaba demostraciones prácticas, enseñando las mezclas, de acuerdo con los utensillos que tenían. Insistía en que durante el verano caluroso la leche había que hervirla por lo menos dos veces por día y no sacarla del fuego al primer hervor, sino dejarla unos quince minutos. En esa época del año era importante intercalar, con las mamaderas, pequeñas cantidades de té administrado por cucharitas. Hidratar, hidratar, hidratar era el secreto. Les explicaba la necesidad de mantener a los niños con poca ropa, casi desnudos - al revés de lo que hacían - y la necesidad de limpiar las mamaderas y las ollas correctamente, evitando las moscas dentro de lo posible. Les insistía en que ni bien comenzara la diarrea había que suspender toda comida y darles té y agua hervida en abundancia y acudir a la consulta inmediatamente para que el médico le aplicara el tratamiento antes del desastre. A cada madre que instruía, le pedía - casi le imploraba - que enseñara lo que había aprendido a sus amigas y vecinas para proteger a los demás niños. Así comencé con la educación sanitaria a nivel popular, atacando la causa principal de la alta mortalidad infantil que había observado.
Por otro lado, había advertido algo muy común en esos medios rurales: la presencia de comadronas que se ocupaban de la atención de los partos de las clases menos pudientes. Como lógica consecuencia, atendían también a los lactantes en los primeros días y semanas de vida. Algunas, además de comadronas, tenían algo de curanderas y así el empacho, el mal de ojo y algún otro gualicho que cuadrara pasaba por sus manos. Las había analizado en profundidad y había poco que objetar a su actividad; de alguna manera, su experiencia ayudaba a bien parir a esas pobres mujeres y su acción curanderil pocos perjuicios producía. No existía en la zona el curandero famoso que en algunas regiones rurales e inclusive en las grandes ciudades, llega a tener prestigio desmesurado, y que, entonces sí, se produce más daño que beneficio entreteniendo a los pobres con curas milagrosas, que sólo son efectivas en los pacientes con males imaginarios de orden psíquico más que somático. En aquel medio pienso que han sido y siguen siendo útiles y en una o dos sesiones son capaces de terminar lo que al psicoanalista en las clases cultas le lleva meses o años. Pero lo imperdonable es que entretienen a enfermos que necesitan real tratamiento médico, con lesiones graves, donde muy poco puede hacer; sólo consiguen, en la inmensa mayoría de los casos, que finalmente vayan al médico demasiado tarde. (...).
Favaloro, René. Recuerdos de un médico rural. 5 ed - Ciudad autónoma de Buenos Aires: Debolsillo, 2017.
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